sábado, 15 de octubre de 2011

LA CANASTA DEL PAN

La canasta del pan era verde. De plástico verde, compacto, con una forma ovalada y achatada por los lados, entera, con unos relieves rectos y dos manijas de soga, también plástica y blanca. La canasta del pan era algo grande para mi tamaño de entonces, y volaba a mi lado cuando cruzaba la calle bajo la atenta mirada de mi papá, que se cercioraba de la ausencia de autos, que me permitían la aventura de correr los 30 metros que me separaban de la panadería de Iglesias. El pan, los grandes y migosos felipes, de vez en cuando una enorme galleta, hacía un ruido de timbales al caer en la canasta, pan sobre plástico, tambor invertido que resuena hoy en un perdido sonido de mi infancia.

Cuando llega un recuerdo, un recuerdo de más de 40 años, porque si, porque quiso, trato de recordar qué recuerdo, y procuro saber si lo que me viene desde la memoria es todo verdad, aunque así debe serlo, porque para eso es un recuerdo. No importa cuán magnificado o enriquecido, en todo caso es lo que ha quedado.

Viví desde mi nacimiento hasta 1971 en la calle Mitre, el número: 521. Una casa vieja para aquellos 60. De tapial con ladrillos a la vista y una puerta de madera. Un patio a la entrada con un gallinero a la izquierda y las azucenas a la derecha. En la tierra del lado del gallinero un conejo hizo una vez una cueva tan profunda que se escapó de mi casa. En esa tierra mi padre enterró a Botón, mi primer perro, asesinado por un auto maldito que me dejó con la angustia del llanto del perrito hasta mucho tiempo después. El Botón, que había venido de Del Valle, fue el primero de una sucesión de perros que continúa hasta hoy, cuando ando pisando los 50. En las azucenas desapareció un chanchito de la india que busqué por meses, con la certeza de encontrarlo. Luego venía una galería, con techo de chapa y unos canteros que me dejaron una cicatriz en la nariz y que albergaban a un durazno y un ciruelo. El durazno era avaro de frutos y una siesta en que quise descolgar uno de sus pocos regalos desde la altura de mis cinco años, quedé colgado del dedo mayor, atravesado por una gancho de metal que mis padres usaban para colgar algún chorizo o vaya a saber qué. Mis gritos sacaron a mi padre de la siesta. El, como los padres hacen, me rescató de mi tormento.

La casa giraba alrededor de la cocina. Hacía el frente había una habitación de entrada prohibida. La pinotea amenazaba hundirse y el olor a humedad era penetrante, por lo que la llave y las advertencias de mi madre impedían mi entrada. Eso hacía que mi hermano y yo durmiéramos en la biblioteca. Cada mañana al despertarme los libros me miraban desde los estantes y yo, que no sabía aún leer, me preguntaba qué historias tendrían, a qué mundo me llevarían. Por eso, mi papá me leía cada siesta una revista, una historia, un cuento, con su voz profunda y un poco intimidante, y yo que me esforzaba en entender las letras y tenía como rumbo de mis anhelos aprender a combinarlas para no parar de leer jamás.

Los recuerdos saltan. De un día de marzo del 68 empezando la escuela primaria con un guardapolvos enorme, que mi mamá me compró para que me durará hasta segundo grado, pero que me hizo el hazmerreir de mis compañeritos. O antes, cuando pude leer mi primera palabra, después de horas de esfuerzos. Solingen, la marca de la radio que llevaba 6 enormes pilas y que me traía el mundo. Por allí escuchamos al hombre llegar a la Luna, aunque yo afirmaba que ya lo había hecho, si- después de todo- y tras meses de esfuerzo había terminado mi primer libro: De la Tierra a la Luna, de Julio Verne, que me había regalado uno de los tantos insólitos amigos de mi padre, Tino Rodríguez, un porteñísimo vendedor de libros y poeta, autor de los Versos Rantifusos, cosa que sabría mucho después. La radio me regaló dos goles de Madurga para Boca en la final del torneo Nacional 69, pero el empate de Victor Marchetti para River me asiló en el gallinero, hasta que con el partido terminado, mi papá festejó conmigo el primer título de Boca del que me acuerdo. En el 70 repetí la cábala. Boca empezó perdiendo con Central, pero mientras yo recorría la cuadra de la Mitre desde Alvear a Las Heras por hora y media sin parar, Rojitas y Coch me regalaron mi segunda alegría futbolera.

Poco sabía yo de nada. No sabía que a mi padre la Libertadora lo había sorprendido en el 55 como Director de Acción Social de la Municipalidad y que desde su cesantía- con cárcel incluida- no recuperaría trabajo estable. Apenas y muy tardíamente, una jubilación. No entendía yo de ese Perón del que se hablaba en casa con admiración, ni de las cartas que por años y hasta su muerte mi padre cruzaba con un cubano de La Habana que le contaba de su Revolución, mientras mi padre contaba de proscripciones. Ni sabía tampoco quien era aquel barbudo que comía las empanadas de mi madre y al que me hicieron cantarle Zamba de mi Esperanza con mi guitarrita de juguete, que escuchó sonriente y que me significó el premio de subirme a caballo con él. Mucho después sabría que ese barbudo enorme era Jorge Cafrune. Como también mucho después sabría que ese hombre serio que hablaba de cosas que yo no entendía con mis padres en la cocina de mi casa se llamaba Arturo Jauretche. Otro de los insólitos amigos de mi viejo. O Agustín Mario Cejas, o aquel Horacio Accavallo con quién me negué rotundamente a sacarme una foto.

Sabía tan poco que le arruiné a mi hermano la sorpresa de volver de la colimba en el 68, tras seis meses en Esquel. El había mantenido el secreto de su viaje para caerle de improviso a mis viejos, pero yo lo ví, jugando que estaba en la vereda, venir por la Mitre del lado de la vieja terminal y corrí, gritando: ¡Viene Diego!

La manzana era mi reino, hacia Alvear los amigos de la pelota: Marcelo, Diego, Adrián, Gustavo… A veces, de allende el Correo llegaba un rubio peleador y que jugaba lindo, le decíamos – aún hoy- el Mono. O Alejandro y su nuca rapada, o Gastón. Por la Mitre escaseaban los muchachitos, apenas si recuerdo un nombre sin apellido, una primera Patricia que se me hacía el hada de igual nombre del Anteojito, mas grande, de pelo largo, primer amor de una infancia de sol muy amarillo y catalpas como gigantes que proveían espadezcas chauchas para los combates más terribles. Mi triciclo me aventuraba alrededor de la manzana, y el verano prometía helados del Rex, con su gusto perdido en papilas no contaminadas y virginales. Justamente ese verano que se anunciaba en el sonido del flitero y el olor penetrante del insecticida con que mi padre conjuraba moscas y mosquitos. Tan así como el invierno era eterno y plagado de aguas escarchadas. Y las lluvias sonaban su canto de cuna en las chapas de los techos o chirriaban en grasa hirviendo que preanunciaba tortas fritas.

Supe que en mi casa se dolían por un Guevara muerto, pero solo recuerdo su foto en un diario. O aparece la imagen de mi padre poniéndome a escuchar la renuncia de Onganía y luego contarle de que un tal Roberto Marcelo Levingston lo sucedía. El Winco sonaba clásicos de colección, con un Renoir en la caja y mucho Fronterizo, Suma Paz o Chalchaleros. Y mis discos de colores con un par de canciones infantiles por lado. Y la radio que a veces era Colonia, y a veces un señor que hablaba de política al mediodía atendido por mis padres con minucia. Solo los años me dieron el dato que el señor que hablaba se llamaba Fernández Rubio y figura como uno de los periodistas desaparecidos en la oscuridad de tanto después.

El mercado municipal me amenazaba con las interminables colas por la veda, y el carnaval me arrinconaba de terror. Las panderetas sonaban anunciando a los temidos osos carolina que pululaban amenazantes sobre una infancia transparente.

Después de comer, la gloria. Mi viejo me llevaba de la mano a su cita ineludible del Club Alem. Mirarlo jugar a las cartas era aburrido, pero la recompensa del Delifrú valía la espera, más si llegaba la geometría verde del casín en donde, a poco andar, me permitieron ser el anotador de puntos, en los tableros de madera.

Allí fue la única vez que vi a mi papá enojado- a él todos le temían, por su voz, su estatura y su mal carácter- menos yo. Alguien le dijo algo contra los peronistas y mi viejo se arremangó la camisa para pelearlo. No sé si lo hizo, ahí se esfuman mis recuerdos.

Porque es así, los recuerdos se desvanecen. ¿Dónde estará el heroico e imaginario Rondi Pres que me acompañó en tanta aventura? ¿Dónde aquel primer compañero de banco, Abel Darío Laborde, de ese primer grado del 68? ¿Adónde fue la miríada de cascarudos que apedreaban las vidrieras de “la Galver” en verano? ¿Dónde quedó aquel perro ratonero que me hacía subir a cualquier lado para que no me mordiera los zapatos? ¿Dónde quedaron las “skippies,” que me cocinaban los pies?

Unos pocos metros eran el mundo, un mundo para descubrir, un mañana para imaginar.

Por octubre del 71 por fin mis viejos pudieron dejar la casa de la Mitre, a la que no querían. Dejé mi barrio, dejé a mis amigos. No sabía que dos meses después, el corazón le diría basta a mi viejo, en la casa de la calle Arenales, en una mañana de diciembre en que mi pereza para salir de la cama, me impidió ser testigo de su muerte. Ese día la infancia de la extroversión y el descubrimiento mutaría en silencios, ausencia y menos palabras. Pero esa es otra historia.

Todo lo que sé es que del río del tiempo, cuarenta años después, una canasta para el pan, verde, plástica y con sonido de timbales, se quedó enganchada de una rama de la memoria para que este que soy la rescate.

Por eso escribo, antes de que irremediablemente, se vuelva al olvido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario