sábado, 15 de octubre de 2011

EL MANDATO

Aquí estamos, esperando Tiempo hace ya que nos hemos detenido sin hacer otra cosa que esperar. Nosotros sabemos que la espera nos conducirá al saber, e­se supremo el que nos convertirá en otra cosa, mas allá de cualquier ser humano, mas allá del bien y del mal.

No sabemos qué esperamos, pero esperamos; esperamos sin saber dándole otro dramatismo a la espera y un cariz distinto a la ignorancia esperamos, al Maestro, desde su escritura inconfundible ha ordenado que esperemos, y el Maestro es Maestro por algo, nosotros obe­decemos.

Nosotros hemos aprendido a hacer todo en plural, por eso esperamos todos como uno, sino no ha de esperar ninguno, así lo indica el Maestro, y si el Maestro lo dice, quienes somos nosotros para contradecirlo. Nosotros esperamos, hace unos momentos nomás un señor acaba de caer muerto de un síncope a pocos metros de no­sotros, pero nosotros estamos esperando, no podemos alterar el rumbo de la espera, ni aun por la muerte de un semejante. Rato después un chiquilín casi raquítico, con gran olor a suciedad y mugre apreciable a simple vista, vino a pedirnos unas monedas... parece que a los demás les molesta nuestra espera y quieren interrumpirla.

Impasibles, cuasi inmóviles esperamos. Alguien ha puesto una radio a demasiado volumen, todo para escuchar esa porquería de fútbol e interrumpir nuestra espera. Lo hemos mirado con la suficiente fuerza como para que apague la radio, lo ha hecho, insultándonos, pero permitiéndonos seguir con la espera.

Nadie es mas que nosotros en esto de esperar, abajo quedan las religiones, las sectas y sus destinos, nosotros hemos interpretado al Maestro.

¿Cuanto tiempo llevamos esperando? Miramos el reloj, bajamos el brazo y luego nos miramos entre nosotros... Treinta minutos. Nos relajamos y distendemos, pedimos un café y sacamos de bajo el brazo el libro del Maes­tro, nos viene una pequeña náusea debe ser por la espera, pero por hoy hemos esperado suficiente Hemos comprendido que el objetivo de esperar no esta en la llegada de algo, sino en la espera misma, no todos nos ponemos de acuerdo en una de las palabras de la definición Algunos de nosotros decimos que es en la propia espera, otros sostenemos que es en la espera misma. Con esto tenemos para una hora de preclara discusión. Luego nos mezamos el pelo, exhalamos una lenta bocanada de humo del cigarrillo recién prendido, nos queda­mos con la mirada perdida, adoptamos nuestra mas cla­ra representación de Elegidos y nos vamos a nuestras casas.

Mañana seguiremos esperando, somos constantes, y si hay que esperar, se espera, porque así lo ha indicado el Maestro y, por el momento, no vamos a andar poniendo en duda al Maestro.

1990

TRONQUITO

Diez años en primera, suplente o titular, dependiendo de los técnicos pero siempre con el mismo cartelito colgado a la espalda, casi al lado del N° 3 que siempre lo había acompañado: “Tronquito”. Jugador voluntarioso, perro de presa, firme en la marca... alguna especie de elogio que le endilgaban, pero había algo que era aceptado por todos: con la pelota era un tronco. Cuando intentaba salir jugando por su lateral sus compañeros le pedían que la largara rápido, nunca lo habilitaban cuando pasaba al ataque, la tribuna le gritaba, los contrarios no lo marcaban sobreentendiendo que él, tronco al fin, tenía que largarla rápido, conciente de sus limitaciones.

Cuántas veces, mientras se ponía las vendas y se calzaba los botines había soñado conque el técnico adversario estuviera diciendo en el otro vestuario: “Tómenmelo al tres, es peligroso porque es hábil y patea bien”. O que sus compañeros remarcaran en la charla técnica: “Hay que jugársela al tres, así tenemos buena proyección por izquierda”. Qué va, si siempre venían las recomendaciones: “no la tengas”, “pateá rápido arriba... troquito”.

Cuando los partidos terminaban, transpirado como ninguno, cansado, contracturado, apenas recibía la felicitación de algún contrario, sus compañeros y el técnico lo ignoraban, apenas una palmadita y después a hablar del golazo del nueve, o del jugadón que se mandó el diez. El se cambiaba lentamente, se duchaba y se iba a su casa con el bolsito y alguna mirada al pasar, una mirada que decía: tronquito.

Entró a la cancha como siempre, arrancó como había hecho tantas veces una mata de pasto, se persignó y se fue a su lateral. La vista en la raya y como adivinando qué se traería el siete adversario... En un momento recordó a tantos sietes, algunos anulados, otros que le habían dado un baile bárbaro, pero la mayoría de ellos goleadores... El nunca había hecho un gol, jamás. Lo más cerca que estuvo fue cuando le tocaba patear el cuarto penal en una definición, pero no llegó a tirarlo, su equipo perdió antes. Destino de tronco.

Puso cara para la foto cuando un fotógrafo se acercó, en realidad lo tenían solamente para el archivo, nunca había sido tapa de revista. Pero este domingo, lindo en sol, con bastante gente en las tribunas, la historia iba a cambiar. Lo tenía decidido, aunque fuese decisión de un tronco.

El partido pasaba como tantos, cero a cero clavado, su equipo necesitaba ganar para tener aspiraciones en el campeonato, un empate o una derrota lo sumirían en la intrascendencia de la media tabla.

La pelota vino de alto, lanzada por el cinco adversario para el pique al claro del puntero. El se anticipó, la bajó con el pecho y la calzó en su pié hábil, el izquierdo, sintió el grito del diez: “Pasala”... Una mierda le iba a pasar, giró, levantó la cabeza y eludió al primero... sintió perplejidad en todo el estadio, de la tribuna bajaron algunos gritos: “largala, tronco”.

Tenía unos veinte metros libres y avanzó lentamente, pelota al pié. El segundo que salió a marcarlo lo hizo sin decisión y lo dejó pasar de largo con una pisada de esas que provocan el “ole” de la tribuna, pero él era tronco y nunca iba a recibir ese reconocimiento, no importaba. Descubrió preocupación cuando dos salieron a tomarlo y el los birló con una rabona. Estaba en el área, cerca del sueño, hizo una calesita para sacarse de encima a otro marcador, cambió el ritmo, encaró hacia el arco mirando irónicamente la expresión azorada del golero, el uno salió a cubrir desesperado, pero él acomodó la pelota con la derecha y lo fulminó de zurda poniéndola junto al ángulo derecho, allá arriba, inflando la red. Alzó los brazos y nadie vino a festejar con él, redondeó la boca en un grito ansiado y comenzó a correr festejando...

Alcanzó a ver al árbitro corriendo al centro del campo, señalando el gol y mirándolo incrédulo. Sus compañeros no salían del asombro, su tribuna era todo silencio... apenas si un adversario, el ocho y capitán, se arrimó tímidamente a darle la mano.

Prosiguió su carrera hacia el túnel, el fútbol era ya un recuerdo, su sueño estaba hecho, en los escalones empezó a sentir los primeros gritos de una tribuna que reaccionaba... no importaba.

El había hecho un gol, y un gol de lujo.

Poco importaba que el gol hubiese sido en contra.

LA CANASTA DEL PAN

La canasta del pan era verde. De plástico verde, compacto, con una forma ovalada y achatada por los lados, entera, con unos relieves rectos y dos manijas de soga, también plástica y blanca. La canasta del pan era algo grande para mi tamaño de entonces, y volaba a mi lado cuando cruzaba la calle bajo la atenta mirada de mi papá, que se cercioraba de la ausencia de autos, que me permitían la aventura de correr los 30 metros que me separaban de la panadería de Iglesias. El pan, los grandes y migosos felipes, de vez en cuando una enorme galleta, hacía un ruido de timbales al caer en la canasta, pan sobre plástico, tambor invertido que resuena hoy en un perdido sonido de mi infancia.

Cuando llega un recuerdo, un recuerdo de más de 40 años, porque si, porque quiso, trato de recordar qué recuerdo, y procuro saber si lo que me viene desde la memoria es todo verdad, aunque así debe serlo, porque para eso es un recuerdo. No importa cuán magnificado o enriquecido, en todo caso es lo que ha quedado.

Viví desde mi nacimiento hasta 1971 en la calle Mitre, el número: 521. Una casa vieja para aquellos 60. De tapial con ladrillos a la vista y una puerta de madera. Un patio a la entrada con un gallinero a la izquierda y las azucenas a la derecha. En la tierra del lado del gallinero un conejo hizo una vez una cueva tan profunda que se escapó de mi casa. En esa tierra mi padre enterró a Botón, mi primer perro, asesinado por un auto maldito que me dejó con la angustia del llanto del perrito hasta mucho tiempo después. El Botón, que había venido de Del Valle, fue el primero de una sucesión de perros que continúa hasta hoy, cuando ando pisando los 50. En las azucenas desapareció un chanchito de la india que busqué por meses, con la certeza de encontrarlo. Luego venía una galería, con techo de chapa y unos canteros que me dejaron una cicatriz en la nariz y que albergaban a un durazno y un ciruelo. El durazno era avaro de frutos y una siesta en que quise descolgar uno de sus pocos regalos desde la altura de mis cinco años, quedé colgado del dedo mayor, atravesado por una gancho de metal que mis padres usaban para colgar algún chorizo o vaya a saber qué. Mis gritos sacaron a mi padre de la siesta. El, como los padres hacen, me rescató de mi tormento.

La casa giraba alrededor de la cocina. Hacía el frente había una habitación de entrada prohibida. La pinotea amenazaba hundirse y el olor a humedad era penetrante, por lo que la llave y las advertencias de mi madre impedían mi entrada. Eso hacía que mi hermano y yo durmiéramos en la biblioteca. Cada mañana al despertarme los libros me miraban desde los estantes y yo, que no sabía aún leer, me preguntaba qué historias tendrían, a qué mundo me llevarían. Por eso, mi papá me leía cada siesta una revista, una historia, un cuento, con su voz profunda y un poco intimidante, y yo que me esforzaba en entender las letras y tenía como rumbo de mis anhelos aprender a combinarlas para no parar de leer jamás.

Los recuerdos saltan. De un día de marzo del 68 empezando la escuela primaria con un guardapolvos enorme, que mi mamá me compró para que me durará hasta segundo grado, pero que me hizo el hazmerreir de mis compañeritos. O antes, cuando pude leer mi primera palabra, después de horas de esfuerzos. Solingen, la marca de la radio que llevaba 6 enormes pilas y que me traía el mundo. Por allí escuchamos al hombre llegar a la Luna, aunque yo afirmaba que ya lo había hecho, si- después de todo- y tras meses de esfuerzo había terminado mi primer libro: De la Tierra a la Luna, de Julio Verne, que me había regalado uno de los tantos insólitos amigos de mi padre, Tino Rodríguez, un porteñísimo vendedor de libros y poeta, autor de los Versos Rantifusos, cosa que sabría mucho después. La radio me regaló dos goles de Madurga para Boca en la final del torneo Nacional 69, pero el empate de Victor Marchetti para River me asiló en el gallinero, hasta que con el partido terminado, mi papá festejó conmigo el primer título de Boca del que me acuerdo. En el 70 repetí la cábala. Boca empezó perdiendo con Central, pero mientras yo recorría la cuadra de la Mitre desde Alvear a Las Heras por hora y media sin parar, Rojitas y Coch me regalaron mi segunda alegría futbolera.

Poco sabía yo de nada. No sabía que a mi padre la Libertadora lo había sorprendido en el 55 como Director de Acción Social de la Municipalidad y que desde su cesantía- con cárcel incluida- no recuperaría trabajo estable. Apenas y muy tardíamente, una jubilación. No entendía yo de ese Perón del que se hablaba en casa con admiración, ni de las cartas que por años y hasta su muerte mi padre cruzaba con un cubano de La Habana que le contaba de su Revolución, mientras mi padre contaba de proscripciones. Ni sabía tampoco quien era aquel barbudo que comía las empanadas de mi madre y al que me hicieron cantarle Zamba de mi Esperanza con mi guitarrita de juguete, que escuchó sonriente y que me significó el premio de subirme a caballo con él. Mucho después sabría que ese barbudo enorme era Jorge Cafrune. Como también mucho después sabría que ese hombre serio que hablaba de cosas que yo no entendía con mis padres en la cocina de mi casa se llamaba Arturo Jauretche. Otro de los insólitos amigos de mi viejo. O Agustín Mario Cejas, o aquel Horacio Accavallo con quién me negué rotundamente a sacarme una foto.

Sabía tan poco que le arruiné a mi hermano la sorpresa de volver de la colimba en el 68, tras seis meses en Esquel. El había mantenido el secreto de su viaje para caerle de improviso a mis viejos, pero yo lo ví, jugando que estaba en la vereda, venir por la Mitre del lado de la vieja terminal y corrí, gritando: ¡Viene Diego!

La manzana era mi reino, hacia Alvear los amigos de la pelota: Marcelo, Diego, Adrián, Gustavo… A veces, de allende el Correo llegaba un rubio peleador y que jugaba lindo, le decíamos – aún hoy- el Mono. O Alejandro y su nuca rapada, o Gastón. Por la Mitre escaseaban los muchachitos, apenas si recuerdo un nombre sin apellido, una primera Patricia que se me hacía el hada de igual nombre del Anteojito, mas grande, de pelo largo, primer amor de una infancia de sol muy amarillo y catalpas como gigantes que proveían espadezcas chauchas para los combates más terribles. Mi triciclo me aventuraba alrededor de la manzana, y el verano prometía helados del Rex, con su gusto perdido en papilas no contaminadas y virginales. Justamente ese verano que se anunciaba en el sonido del flitero y el olor penetrante del insecticida con que mi padre conjuraba moscas y mosquitos. Tan así como el invierno era eterno y plagado de aguas escarchadas. Y las lluvias sonaban su canto de cuna en las chapas de los techos o chirriaban en grasa hirviendo que preanunciaba tortas fritas.

Supe que en mi casa se dolían por un Guevara muerto, pero solo recuerdo su foto en un diario. O aparece la imagen de mi padre poniéndome a escuchar la renuncia de Onganía y luego contarle de que un tal Roberto Marcelo Levingston lo sucedía. El Winco sonaba clásicos de colección, con un Renoir en la caja y mucho Fronterizo, Suma Paz o Chalchaleros. Y mis discos de colores con un par de canciones infantiles por lado. Y la radio que a veces era Colonia, y a veces un señor que hablaba de política al mediodía atendido por mis padres con minucia. Solo los años me dieron el dato que el señor que hablaba se llamaba Fernández Rubio y figura como uno de los periodistas desaparecidos en la oscuridad de tanto después.

El mercado municipal me amenazaba con las interminables colas por la veda, y el carnaval me arrinconaba de terror. Las panderetas sonaban anunciando a los temidos osos carolina que pululaban amenazantes sobre una infancia transparente.

Después de comer, la gloria. Mi viejo me llevaba de la mano a su cita ineludible del Club Alem. Mirarlo jugar a las cartas era aburrido, pero la recompensa del Delifrú valía la espera, más si llegaba la geometría verde del casín en donde, a poco andar, me permitieron ser el anotador de puntos, en los tableros de madera.

Allí fue la única vez que vi a mi papá enojado- a él todos le temían, por su voz, su estatura y su mal carácter- menos yo. Alguien le dijo algo contra los peronistas y mi viejo se arremangó la camisa para pelearlo. No sé si lo hizo, ahí se esfuman mis recuerdos.

Porque es así, los recuerdos se desvanecen. ¿Dónde estará el heroico e imaginario Rondi Pres que me acompañó en tanta aventura? ¿Dónde aquel primer compañero de banco, Abel Darío Laborde, de ese primer grado del 68? ¿Adónde fue la miríada de cascarudos que apedreaban las vidrieras de “la Galver” en verano? ¿Dónde quedó aquel perro ratonero que me hacía subir a cualquier lado para que no me mordiera los zapatos? ¿Dónde quedaron las “skippies,” que me cocinaban los pies?

Unos pocos metros eran el mundo, un mundo para descubrir, un mañana para imaginar.

Por octubre del 71 por fin mis viejos pudieron dejar la casa de la Mitre, a la que no querían. Dejé mi barrio, dejé a mis amigos. No sabía que dos meses después, el corazón le diría basta a mi viejo, en la casa de la calle Arenales, en una mañana de diciembre en que mi pereza para salir de la cama, me impidió ser testigo de su muerte. Ese día la infancia de la extroversión y el descubrimiento mutaría en silencios, ausencia y menos palabras. Pero esa es otra historia.

Todo lo que sé es que del río del tiempo, cuarenta años después, una canasta para el pan, verde, plástica y con sonido de timbales, se quedó enganchada de una rama de la memoria para que este que soy la rescate.

Por eso escribo, antes de que irremediablemente, se vuelva al olvido.

HISTORIAS DE MI VIEJO

Mi viejo nació un 15 de diciembre en 1911. El antepenúltimo de los hermanos Lanzoni, entre Cleonice, Telémaco, Licinio, Antonia, Nelsa y Leonel Valdimiro. Lo bautizaron Olmes. Mi abuela acostumbraba poner a sus hijos los nombres de los personajes literarios que la impactaban, a mi papá le tocaba Sherlock Holmes. Por suerte en el Registro Civil bolivarense no supieron escribir el primero, y pusieron sin h el segundo, digo por suerte porque tal vez me llamaría Duilio Sherlock, o algo por el estilo. Cuenta la leyenda familiar que tras su cumpleaños número 8, fiesta a la italiana y pantagruélica, mi abuelo Luigi murió del atracón y por un infarto unos días después, mientras construía el cementerio de Henderson. Para referenciar la historia es bueno conocer que a Luigi Lanzoni y a Césare Maini, casados con las hermanas Medarda y Zamira Lenzi, los habían traído de Italia a fines del Siglo XIX para construir parte de la Municipalidad y la Iglesia del incipiente San Carlos de Bolívar. El lejano abuelo era el constructor, su cuñado el ingeniero.

El caso es que por causas que se pierden en esta historia de familia, Maini y Zamira se fueron a San Juan, y allí envió mi abuela Medarda a mi papá tras la muerte de su esposo. Unos dicen que por castigo, la abuela le adjudicaba la culpa por la muerte del marido, otros porque la situación económica se complicaba. El caso es que con sus 8 años, el pequeño Olmes, solo en un tren de 1919 fue a parar a San Juan, a casa de una desconocida tía. Allí pasó 11 años de su vida, sin comunicación con la familia bolivarense, más allá de la epistolar, aunque esta la supongo. Quizás por eso fue la oveja negra de la familia: a saber, el único en terminar el secundario, el único en comenzar abogacía (no sé por qué no siguió), el único que sería peronista en una familia de radicales y el único hincha de Boca entre racinguistas y riverplatenses. Con mi tio Licinio, integrante del mítico equipo de Bolívar campeón argentino de 1931, fueron los dos los que le hicieron a la redonda. Mi viejo jugaba para Sportivo Desamparados de San Juan.

Por alguna razón volvió a Bolívar. Fue viajante de los tractores Casse, y más tarde hizo la carrera policial, hasta el grado de Oficial Inspector. Qué lo motivó a ser milico, lo desconozco en absoluto, pero sí sé porque dejó de serlo.

Hacia principios de la década del 40 estaba destinado en la Comisaría de Junín. En aquella ciudad asolaba un violador de niñas que no podía ser atrapado. Mi padre y el comisario Etchart lograron echarle el guante a este enfermo, del que solo recuerdo su sobrenombre: el Turco (como el otro, el que violó a un país, pero esa es otra historia). El Turco fue aprehendido después de un intenso trabajo de inteligencia. Pero el tipo era adinerado y con influencias, y eso valía mucho en aquella Argentina, con lo que una noche les llegó un radiograma con la orden de liberarlo.

Etchart y mi padre se enfurecieron, pero comprendieron que nada podían hacer. Aunque igual hicieron algo. A instancias de mi padre, le simularon al Turco un juicio y lo condenaron a ser fusilado. Es decir, simularon su fusilamiento. El tipo se cagó en los pantalones, literalmente. Cuando fue finalmente liberado denunció a ambos. Para Etchart fue el retiro, para mi viejo la exoneración de la policía.

El caso es que esa situación lo dejó sin laburo, y recién casado con mi vieja, hacia 1946. Por su amistad con uno de los Duarte, no sabría decirles cual, se convierte en custodio de Evita. No sé por cuánto tiempo, ni cómo. Ni tengo más anécdotas ni referencias, más allá de un llavero que la propia Eva le regaló y el detalle que daba mi madre acerca de qué a mi papá Evita le gustaba en la política pero no la soportaba por su forma de hablar y su voz.

El caso es que mi hermano Diego nace en el 48 en Bragado en donde entonces vivían mis padres. No sé cuándo decidieron volverse para Bolívar. Mi viejo volvía, mi mamá se instalaba así en la que sería su tierra de adopción ya que nunca olvidaría nada de su Bragado natal, de hecho, en sus últimos tiempos, cuando la Irma que era se escapaba lenta e inexorable, su memoria seguía aferrada a esos primeros años bragadenses.

Por los carnets que hemos encontrado ambos adhieren al peronismo desde el principio, incluso desde el original Partido Laborista de las elecciones del 46. Vecinos de medianera y amigos de los Chatruc, la intendencia de Manolo lo encuentra desarrollando funciones ejecutivas en la Municipalidad. Sé que fue Jefe de Personal y Director de Bienestar Social, no sé si cumplió otras funciones ni mucho más sobre el período, pero la Libertadora lo toma cumpliendo esa función por lo que ambos (mi viejo funcionario, mi vieja docente) quedan cesantes y a mi papá le toca cárcel en Azul. Mi madre recuperaría su trabajo como maestra dos años después, mi padre nunca tendría otro trabajo estable. Solo una jubilación como empleado municipal que le llegó en la década del 60. Así que se las tuvo que rebuscar. Por lo que sé: daba clases particulares (Historia, Derecho, Geografía), hacía pergaminos (a mano alzada, con la pluma dada vuelta hacía la letra gótica, es decir con la madera, eso lo vi con mis ojos), era ambidextro por lo que cuando se cansaba de usar la mano derecha utilizaba la izquierda. Arreglaba tacos de billar, cambiaba los paños de las mesas de casín también. (Me tocó acompañarlo muchas veces en esa tarea, que para mí era de un mortal aburrimiento, salvo cuando me dejaba ayudarlo con las tachuelas que ajustaban el paño) Pintaba letreros de vidrieras. (Y me tenía mucha paciencia. En donde hoy está Casa Carlitos funcionaba la zapatería La Tapita. Mi viejo estaba haciendo las letras en la parte superior de la vidriera. Mientras esto hacía yo, que había sido instruido en las propiedades del aguarrás, le borré las que había escrito abajo. A mis cuatro añitos, un pesado. Mi viejo solo se río y las volvió a dibujar). Pero lo que más hacía mi viejo era ejercer el periodismo. Laburó para El Mensajero, firmando con nombre propio y con el pseudónimo El Observador, algún diario más cuyo nombre se me escapa. Escribió los álbumes del 75 y el 90 aniversario de Bolívar, aunque su nombre no figure en ningún sitio y además, sin haber cobrado el trabajo, por un engaño de un amigo. Junto a Carlos Márquez puso el primer circuito cerrado de televisión, el Canal 2 que funcionaba en el Coliseo en los primeros 60, que fracasó por estar fuera de época, y fue director del siguiente Canal 2 que se instaló en el edificio San Martín adonde tampoco – constante de su vida- le pagaron por su laburo. Por diferencias políticas irreconciliables nunca trabajó en La Mañana con Oscar Cabreros, diferencias originadas en la época de la Resistencia. Su último trabajo periodístico fue la agencia de El Popular de Olavarría que en sociedad con Dino Tinelli tenían en la calle Rondeau, frente a la mueblería de Bocchieri. Ambos murieron el mismo año y, otra vez, mi madre nunca pudo cobrarle a los olavarrienses los últimos pesos que quedaron pendientes.

Fue militante de la Resistencia Peronista, tenía su nombre de guerra pero no lo recuerdo. Algunas anécdotas me quedaron por los relatos familiares: Ni bien quedó liberado, un amigo “contrera” fue a advertirle que se cuidara: -¡Cuidate, Lanzoni, los Comandos Civiles te andan buscando!. Mi papá, que era de pocas palabras, no dijo nada. Fue hasta la habitación y de arriba del ropero se trajo un Mauser. Le sacó las 14 balas delante del tipo, una por una y le dijo: -¿Ves? Este Mauser tiene 14 tiros. O sea, 14 tipos van a quedar estampados contra la pared de Pasotti, (el vecino de frente a la calle Mitre) después, no sé… Nunca volvieron a molestarlo.

Pese a eso mis viejos tuvieron un policía en custodia las 24 horas durante largo tiempo en la casa de Mitre 521. Claro que eso les permitía irse al cine y dejar a mi hermano Diego y mi tía Rosa (la hermana menor de mi mamá que estaba a cargo de mis padres) solos, total el milico cuidaba la casa. O conseguir una calavera en el cementerio y asustar con ella al policía de turno asomándola por las noches al tapial.

Escribia cuentos de misterio y terror ambientados en Bolívar, que se publicaban en El Popular de Olavarría bajo el título de Cosas del Más Allá. Solo he podido recuperar uno que habla de la Plaza del Ahorcado, la de la Escuela 7, y el por qué de ese nombre.

No tomaba alcohol, fumaba mucho, cigarrillos Kent que yo solía ir a comprarle, sufría problemas coronarios y era frecuente que se recostara y se tomara una pastillita colorada llamada Coramina cuando eso le sucedía. Había sido rubio, era alto y muy corpulento, bastante más alto que mi hermano y yo. Tenía los ojos grises y yo lo conocí ya con el pelo totalmente blanco, siempre peinado hacia atrás. Es que vine a nacer cuando el ya tenía 51 años y mi mamá 37.

Me han dicho que era de mal carácter, algo oscuro, demasiado temperamental y represor. Que tornaba la atmósfera de mi casa por momentos irrespirable. Que era mujeriego y complicado, un tipo muy difícil. Pero yo, como testigo de sus últimos nueve años, no puedo decir nada de eso. Nunca me pegó, ni me retó y me llevaba a todos lados. Me leía siempre que se lo pidiera y me dejaba tomar el último resto de café de algunas de las muchísimas tazas que ingería.

Era un lector apasionado. Una vez por semana recorríamos el camino hasta la Librería del Globo. Mientras yo miraba quién sabe qué, el revisaba libros y discutía -cada vez y amablemente- de fútbol y política, con Isaac Mosca. Compraba el diario El Mundo, detestaba La Nación y tenía afición por la historia. Leía a Cooke, conocía a Jauretche y todas sus conversaciones- las que recuerdo- giraban en torno a lo político, y su Boca. Fue secretario de la peña xeneixe, siempre acompañando a Celestino Bussa, el eterno presidente. Por ahí tengo fotos de él con Alberto J. Armando. Era serio, dicen que mordaz. Tenía muchos amigos, me parece recordar, aunque el que nunca le fallaba era aquel porteño del barrio de Patricios, con una camionetita fiat verde que a su costado llevaba la leyenda Huracán Flet. Luis Pucci era ese otro señor canoso que todos los días se juntaba a charlar con mi viejo.

Se fue una mañana de diciembre, un día 20, 5 días después de haber cumplido los 60, repitiendo el sino de su padre. Tomaba un café con Miguel Osovi en el viejo Bar Suñol cuando un infarto masivo lo mató en forma fulminante. Yo debería haber estado allí. Es que mi papá me quiso llevar esa mañana de mis vacaciones entre 4º y 5º grado, pero preferí quedarme un rato más en la cama. Más tarde llegó un amigo a casa y apagó la radio Solingen, se puso a llorar y me acarició la cabeza. A mis nueve años entendí que ya no vería más a mi viejo. Y descubrí lo que significa una ausencia.

Dicen que fue difícil, complejo, chinchudo, peleador. Mi mamá, que se quedó viuda a los 46 y nunca se volvió a casar ni – que yo sepa- a tener otro hombre, jamás habló mal de él. Yo tampoco, esos 9 años que viví con mi viejo son la parte más linda de mi infancia. Una infancia con muchas privaciones de lujos, pero plagadas de libros, de reuniones interminables, de música, de gente llegando a mi casa, de humo de cigarrillos y de la mano de mi papá llevándome segura, por los albores de mi vida.

Hace 40 que se fue, este año cumpliría 100, por eso –entre tanto- quise escribir estas pequeñas historias. Nada menos.