sábado, 15 de octubre de 2011

HISTORIAS DE MI VIEJO

Mi viejo nació un 15 de diciembre en 1911. El antepenúltimo de los hermanos Lanzoni, entre Cleonice, Telémaco, Licinio, Antonia, Nelsa y Leonel Valdimiro. Lo bautizaron Olmes. Mi abuela acostumbraba poner a sus hijos los nombres de los personajes literarios que la impactaban, a mi papá le tocaba Sherlock Holmes. Por suerte en el Registro Civil bolivarense no supieron escribir el primero, y pusieron sin h el segundo, digo por suerte porque tal vez me llamaría Duilio Sherlock, o algo por el estilo. Cuenta la leyenda familiar que tras su cumpleaños número 8, fiesta a la italiana y pantagruélica, mi abuelo Luigi murió del atracón y por un infarto unos días después, mientras construía el cementerio de Henderson. Para referenciar la historia es bueno conocer que a Luigi Lanzoni y a Césare Maini, casados con las hermanas Medarda y Zamira Lenzi, los habían traído de Italia a fines del Siglo XIX para construir parte de la Municipalidad y la Iglesia del incipiente San Carlos de Bolívar. El lejano abuelo era el constructor, su cuñado el ingeniero.

El caso es que por causas que se pierden en esta historia de familia, Maini y Zamira se fueron a San Juan, y allí envió mi abuela Medarda a mi papá tras la muerte de su esposo. Unos dicen que por castigo, la abuela le adjudicaba la culpa por la muerte del marido, otros porque la situación económica se complicaba. El caso es que con sus 8 años, el pequeño Olmes, solo en un tren de 1919 fue a parar a San Juan, a casa de una desconocida tía. Allí pasó 11 años de su vida, sin comunicación con la familia bolivarense, más allá de la epistolar, aunque esta la supongo. Quizás por eso fue la oveja negra de la familia: a saber, el único en terminar el secundario, el único en comenzar abogacía (no sé por qué no siguió), el único que sería peronista en una familia de radicales y el único hincha de Boca entre racinguistas y riverplatenses. Con mi tio Licinio, integrante del mítico equipo de Bolívar campeón argentino de 1931, fueron los dos los que le hicieron a la redonda. Mi viejo jugaba para Sportivo Desamparados de San Juan.

Por alguna razón volvió a Bolívar. Fue viajante de los tractores Casse, y más tarde hizo la carrera policial, hasta el grado de Oficial Inspector. Qué lo motivó a ser milico, lo desconozco en absoluto, pero sí sé porque dejó de serlo.

Hacia principios de la década del 40 estaba destinado en la Comisaría de Junín. En aquella ciudad asolaba un violador de niñas que no podía ser atrapado. Mi padre y el comisario Etchart lograron echarle el guante a este enfermo, del que solo recuerdo su sobrenombre: el Turco (como el otro, el que violó a un país, pero esa es otra historia). El Turco fue aprehendido después de un intenso trabajo de inteligencia. Pero el tipo era adinerado y con influencias, y eso valía mucho en aquella Argentina, con lo que una noche les llegó un radiograma con la orden de liberarlo.

Etchart y mi padre se enfurecieron, pero comprendieron que nada podían hacer. Aunque igual hicieron algo. A instancias de mi padre, le simularon al Turco un juicio y lo condenaron a ser fusilado. Es decir, simularon su fusilamiento. El tipo se cagó en los pantalones, literalmente. Cuando fue finalmente liberado denunció a ambos. Para Etchart fue el retiro, para mi viejo la exoneración de la policía.

El caso es que esa situación lo dejó sin laburo, y recién casado con mi vieja, hacia 1946. Por su amistad con uno de los Duarte, no sabría decirles cual, se convierte en custodio de Evita. No sé por cuánto tiempo, ni cómo. Ni tengo más anécdotas ni referencias, más allá de un llavero que la propia Eva le regaló y el detalle que daba mi madre acerca de qué a mi papá Evita le gustaba en la política pero no la soportaba por su forma de hablar y su voz.

El caso es que mi hermano Diego nace en el 48 en Bragado en donde entonces vivían mis padres. No sé cuándo decidieron volverse para Bolívar. Mi viejo volvía, mi mamá se instalaba así en la que sería su tierra de adopción ya que nunca olvidaría nada de su Bragado natal, de hecho, en sus últimos tiempos, cuando la Irma que era se escapaba lenta e inexorable, su memoria seguía aferrada a esos primeros años bragadenses.

Por los carnets que hemos encontrado ambos adhieren al peronismo desde el principio, incluso desde el original Partido Laborista de las elecciones del 46. Vecinos de medianera y amigos de los Chatruc, la intendencia de Manolo lo encuentra desarrollando funciones ejecutivas en la Municipalidad. Sé que fue Jefe de Personal y Director de Bienestar Social, no sé si cumplió otras funciones ni mucho más sobre el período, pero la Libertadora lo toma cumpliendo esa función por lo que ambos (mi viejo funcionario, mi vieja docente) quedan cesantes y a mi papá le toca cárcel en Azul. Mi madre recuperaría su trabajo como maestra dos años después, mi padre nunca tendría otro trabajo estable. Solo una jubilación como empleado municipal que le llegó en la década del 60. Así que se las tuvo que rebuscar. Por lo que sé: daba clases particulares (Historia, Derecho, Geografía), hacía pergaminos (a mano alzada, con la pluma dada vuelta hacía la letra gótica, es decir con la madera, eso lo vi con mis ojos), era ambidextro por lo que cuando se cansaba de usar la mano derecha utilizaba la izquierda. Arreglaba tacos de billar, cambiaba los paños de las mesas de casín también. (Me tocó acompañarlo muchas veces en esa tarea, que para mí era de un mortal aburrimiento, salvo cuando me dejaba ayudarlo con las tachuelas que ajustaban el paño) Pintaba letreros de vidrieras. (Y me tenía mucha paciencia. En donde hoy está Casa Carlitos funcionaba la zapatería La Tapita. Mi viejo estaba haciendo las letras en la parte superior de la vidriera. Mientras esto hacía yo, que había sido instruido en las propiedades del aguarrás, le borré las que había escrito abajo. A mis cuatro añitos, un pesado. Mi viejo solo se río y las volvió a dibujar). Pero lo que más hacía mi viejo era ejercer el periodismo. Laburó para El Mensajero, firmando con nombre propio y con el pseudónimo El Observador, algún diario más cuyo nombre se me escapa. Escribió los álbumes del 75 y el 90 aniversario de Bolívar, aunque su nombre no figure en ningún sitio y además, sin haber cobrado el trabajo, por un engaño de un amigo. Junto a Carlos Márquez puso el primer circuito cerrado de televisión, el Canal 2 que funcionaba en el Coliseo en los primeros 60, que fracasó por estar fuera de época, y fue director del siguiente Canal 2 que se instaló en el edificio San Martín adonde tampoco – constante de su vida- le pagaron por su laburo. Por diferencias políticas irreconciliables nunca trabajó en La Mañana con Oscar Cabreros, diferencias originadas en la época de la Resistencia. Su último trabajo periodístico fue la agencia de El Popular de Olavarría que en sociedad con Dino Tinelli tenían en la calle Rondeau, frente a la mueblería de Bocchieri. Ambos murieron el mismo año y, otra vez, mi madre nunca pudo cobrarle a los olavarrienses los últimos pesos que quedaron pendientes.

Fue militante de la Resistencia Peronista, tenía su nombre de guerra pero no lo recuerdo. Algunas anécdotas me quedaron por los relatos familiares: Ni bien quedó liberado, un amigo “contrera” fue a advertirle que se cuidara: -¡Cuidate, Lanzoni, los Comandos Civiles te andan buscando!. Mi papá, que era de pocas palabras, no dijo nada. Fue hasta la habitación y de arriba del ropero se trajo un Mauser. Le sacó las 14 balas delante del tipo, una por una y le dijo: -¿Ves? Este Mauser tiene 14 tiros. O sea, 14 tipos van a quedar estampados contra la pared de Pasotti, (el vecino de frente a la calle Mitre) después, no sé… Nunca volvieron a molestarlo.

Pese a eso mis viejos tuvieron un policía en custodia las 24 horas durante largo tiempo en la casa de Mitre 521. Claro que eso les permitía irse al cine y dejar a mi hermano Diego y mi tía Rosa (la hermana menor de mi mamá que estaba a cargo de mis padres) solos, total el milico cuidaba la casa. O conseguir una calavera en el cementerio y asustar con ella al policía de turno asomándola por las noches al tapial.

Escribia cuentos de misterio y terror ambientados en Bolívar, que se publicaban en El Popular de Olavarría bajo el título de Cosas del Más Allá. Solo he podido recuperar uno que habla de la Plaza del Ahorcado, la de la Escuela 7, y el por qué de ese nombre.

No tomaba alcohol, fumaba mucho, cigarrillos Kent que yo solía ir a comprarle, sufría problemas coronarios y era frecuente que se recostara y se tomara una pastillita colorada llamada Coramina cuando eso le sucedía. Había sido rubio, era alto y muy corpulento, bastante más alto que mi hermano y yo. Tenía los ojos grises y yo lo conocí ya con el pelo totalmente blanco, siempre peinado hacia atrás. Es que vine a nacer cuando el ya tenía 51 años y mi mamá 37.

Me han dicho que era de mal carácter, algo oscuro, demasiado temperamental y represor. Que tornaba la atmósfera de mi casa por momentos irrespirable. Que era mujeriego y complicado, un tipo muy difícil. Pero yo, como testigo de sus últimos nueve años, no puedo decir nada de eso. Nunca me pegó, ni me retó y me llevaba a todos lados. Me leía siempre que se lo pidiera y me dejaba tomar el último resto de café de algunas de las muchísimas tazas que ingería.

Era un lector apasionado. Una vez por semana recorríamos el camino hasta la Librería del Globo. Mientras yo miraba quién sabe qué, el revisaba libros y discutía -cada vez y amablemente- de fútbol y política, con Isaac Mosca. Compraba el diario El Mundo, detestaba La Nación y tenía afición por la historia. Leía a Cooke, conocía a Jauretche y todas sus conversaciones- las que recuerdo- giraban en torno a lo político, y su Boca. Fue secretario de la peña xeneixe, siempre acompañando a Celestino Bussa, el eterno presidente. Por ahí tengo fotos de él con Alberto J. Armando. Era serio, dicen que mordaz. Tenía muchos amigos, me parece recordar, aunque el que nunca le fallaba era aquel porteño del barrio de Patricios, con una camionetita fiat verde que a su costado llevaba la leyenda Huracán Flet. Luis Pucci era ese otro señor canoso que todos los días se juntaba a charlar con mi viejo.

Se fue una mañana de diciembre, un día 20, 5 días después de haber cumplido los 60, repitiendo el sino de su padre. Tomaba un café con Miguel Osovi en el viejo Bar Suñol cuando un infarto masivo lo mató en forma fulminante. Yo debería haber estado allí. Es que mi papá me quiso llevar esa mañana de mis vacaciones entre 4º y 5º grado, pero preferí quedarme un rato más en la cama. Más tarde llegó un amigo a casa y apagó la radio Solingen, se puso a llorar y me acarició la cabeza. A mis nueve años entendí que ya no vería más a mi viejo. Y descubrí lo que significa una ausencia.

Dicen que fue difícil, complejo, chinchudo, peleador. Mi mamá, que se quedó viuda a los 46 y nunca se volvió a casar ni – que yo sepa- a tener otro hombre, jamás habló mal de él. Yo tampoco, esos 9 años que viví con mi viejo son la parte más linda de mi infancia. Una infancia con muchas privaciones de lujos, pero plagadas de libros, de reuniones interminables, de música, de gente llegando a mi casa, de humo de cigarrillos y de la mano de mi papá llevándome segura, por los albores de mi vida.

Hace 40 que se fue, este año cumpliría 100, por eso –entre tanto- quise escribir estas pequeñas historias. Nada menos.

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